5 feb 2014

Los primeros pasos del feminismo: un aporte a la comprensión de la impertinente lucha de las mujeres.

A lo largo de la historia, las mujeres, aunque invisibilizadas, tuvieron un rol protagónico en distintos escenarios políticos. Sin pasar por alto a la antigüedad y el medioevo, también la modernidad fue espectadora del ser y hacer de la mujer, y de la lucha por sus derechos y libertades, negados incansablemente. Pero fue en este momento donde se asiste al surgimiento del feminismo. Desde la era de las revoluciones llegando al siglo de crímenes de la Razón, el Siglo XX, hasta el cercano capitalismo fueron proveedores de procesos políticos históricos y variados en los que las mujeres, siempre subyugadas, dieron firmes pasos hacia su liberación. Aquí podremos dar cuenta de ellos, precisamente en las primeras sociedades industriales.


En la segunda mitad del siglo de la Razón Fueron los “iluminados” – e iluminadas – quienes hicieron de la “igualdad, libertad y fraternidad” ideales para una revolución hito en la historia. Esto es por haber puesto fin a un régimen antiquísimo, de mil años, la monarquía absoluta. De carácter fundamentalmente político – y con ello, a su vez, económico y social – la Revolución Francesa fue la expresión, viva y clara, del cuestionamiento a un sistema de privilegios, autoritarismo y desigualdad. Terminar con el despotismo real significaba la libertad para los hombres, aunque en verdad más para la clase burguesa, y abrir un paso a la igualdad jurídica entre los mismos. Pero esta etapa contó además con otro proceso inmensamente revolucionario, principalmente en el aspecto productivo. La Revolución Industrial iniciada en Inglaterra durante las últimas décadas del siglo XVIII y, posteriormente, expandida por el resto de Europa afianzó el nuevo orden: la dominación y consolidación de la burguesía por sobre las demás clases sociales.
Tal como se ha afirmado, las libertades e igualdades conquistadas durante la era de las revoluciones significaron sólo para los hombres, expresamente así lo definió la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Las mujeres, continuaron siendo subyugadas en el nuevo orden imperante. Es el mismo código napoleónico el que da cuenta, en forma clara y sin compunción, de la situación desigual hacia la mujer: “eran consideradas hijas o madres en poder de sus padres, esposos e incluso hijos. No tenían derecho a administrar su propiedad, ejercer la patria potestad, ejercer una profesión (...). Las obediencia, el respeto, la abnegación y el sacrificio quedaban fijados como sus virtudes obligatorias.”. Coartadas estas libertades, y muchas otras más, las mujeres, que no eran dueñas ni de su cuerpo estarían condenadas nuevamente a la opresión del sistema.
Sin embargo, y aunque la misma historia haya intentado invisibilizarlas, no se pudo prescindir de ellas. Las luchas revolucionarias de esta época estuvieron también protagonizadas por mujeres. La Toma de la Bastilla, como los sucesos históricos de aquellos años contaron con muchas de ellas, compañeras incondicionales de la libertad y la igualdad, hasta que tomaron conciencia de que, en realidad, ellas no formaban ni formarían parte de tal movimiento. Con antecedentes como Christine de Pizan y su reflexiva y denunciante obra La Ciudad de las Damas o incluso un filósofo, Poulain de la Barre, Olimpia de Gouges y Mary Wollstonecraft fueron las destacadas de la época. Cabe mencionar que fueron acompañadas por las mujeres más activas a aquel momento, creando salones literarios y políticos donde se desarrollaban debates intensos proclives al movimiento revolucionario, y la Confederación de las Amigas de la Verdad, entre otros. Los Cuadernos de las Quejas, redactados en 1789 para ser tenidos en cuenta en los Estados Generales, constituye un documento primordial de sus reclamos (derecho a la educación, derecho al trabajo, derechos matrimoniales y de los hijos, y derecho al voto), aunque, obviamente, fue desestimado. Asimismo la Declaración de la Mujer y la Ciudadana de la propia Olimpia de Gouges, quien fue guillotinada en 1793 por ello. Mary Wollstonecraft, una inglesa de vida tan intensa y rebelde como la de la francesa, escribió la Vindicación de los Derechos de los Derechos de la Mujer, en el que abogaba por el igualitarismo de los sexos, polémico e insultante para la época. La <hiena con faldas>, como la llamaban, murió diez días después de dar a luz, en 1797. La pésima atención y descuido a las mujeres durante el parto, era otro flagelo que consolidaba su lugar en la sociedad.

¿Qué queda de este momento revolucionario de la historia? El feminismo, su primera ola. Como <hijo no querido de la ilustración> el discurso político feminista cuestionó el nuevo orden establecido, se basó en la justicia y en el igualitarismo real entre ambos sexos, removió conciencias y denunció individualidades. Por ello no sólo fue filosofía y teoría, fue práctica, fue movimiento que, mediante textos fundacionales, sentó antecedentes para las sufragistas y el feminismo posterior. Y aunque las conquistas de derechos y libertades le fueron negadas, es la fuerza revolucionaria de la época la que impregnaría al movimiento para toda su posteridad, entendiendo que el sistema no es inmutable, que se pueden reformar sus estructuras. 

Por lo que respecta a la segunda ola del feminismo, el momento de las sufragistas estadounidenses, es necesario remontarnos al origen de las mismas y el contexto socio político en que se inició la lucha por el derecho al voto. 
El año 1848 fue un año revolucionario. Pero no sólo porque Marx y Engels publicaron el Manifiesto Comunista sino porque también cobró vida la Declaración de los Sentimientos (o de Séneca Falls). Este texto fundacional para las sufragistas norteamericanas fue fruto de fenómenos anteriores interesantes. Luego de la Declaración de la Independencia e 1776, y la Constitución de 1789 – donde también se registraron las mujeres como partícipes –, Estados Unidos asistió a un siglo XIX de importante intensidad. Excluidas, como siempre, las mujeres de este siglo fueron partícipes fundamentales del movimiento antiesclavista. El esclavismo se había consagrado en el sur del país, ya en la etapa del imperialismo inglés, puesto que constituía el pilar de la producción del sector primario que allí se desarrollaba: mano de obra barata. Claro que el tema no era menor, se llevó a cabo una guerra impulsada por el interés de independencia del sur, que necesitaba de los esclavos traídos del África negra, frente a las políticas proteccionistas de los industriales del norte.
La injusticia y la opresión de los esclavos era muy similar a las que vivían las mujeres de aquel tiempo, por ello, en la identificación, decidieron unirse al reclamo por la emancipación. Las mujeres ocuparon la escena pública gracias a la reforma moral que se desarrolló en estos tiempos, como resultado de las prácticas religiosas protestantes, evangélicas y, sobre todo, quáqueras. Pusieron a la mujer en el espacio público presidiendo reuniones y congregaciones. Desde las ideas religiosas de que nadie podía quedar exento de la interpretación individual de las Escrituras, la mujer debía saber leer y escribir para ello. Esto significó mucho en la educación de las mujeres del siglo XIX, que redujeron considerablemente su analfabetismo e, incluso, asistieron a la creación de colegios universitarios femeninos.
En estas condiciones, aptas para desarrollar un movimiento feminista real, una delegación de cuatro mujeres norteamericanas partió al Congreso Antiesclavista Mundial celebrado en Londres en 1840. Como contrapartida lógica, no las reconocieron, e impidieron su participación por la sola condición de ser mujeres. La humillación recibida fue el detonante para abrir paso a la acción. La ya mencionada Declaración de los Sentimientos, surgida de la primera convención pública y colectiva para discutir los derechos y la condición social, civil y religiosa de la mujer, se proclamó contra las restricciones políticas y económicas, es decir, a favor de los derechos civiles y jurídicos de las mujeres. Tal fue el impacto que se convirtieron en sujetos de acción política, en pos del acceso al voto. Una vez más fueron traicionadas – tal como ocurrió en la Revolución Francesa – y la enmienda a la Constitución de 1866 que, propuesta por el Partido Republicano ya finalizada la Guerra de Secesión donde el Sur fue derrotado, les concedió el voto a los esclavos, y se los negó explícitamente a ellas.
Con esta regresión, las mujeres se armaron firme en un movimiento que siguió luchando por su derecho político fundamental. Fundaron la Asociación Nacional pro Sufragio de la Mujer y, su reacción conservadora, la Asociación Americana pro Sufragio de la Mujer. Tras momentos de disputa, finalmente unidas, lograron que el Presidente Wilson les concediera el voto en 1918, aunque debieron esperar hasta 1920 para su aplicación. 

El sufragismo norteamericano fue un movimiento épico y fueron muchas las mujeres a quienes se las debe destacar, entre ellas: las hermanas Sarah y Angelina Grimké, Harriet Stowe, Lucrecia Mott y Elizabeth Stanton. La Democracia norteamericana, y también la mundial, le debe al feminismo, por un lado, la solidaridad en reemplazo de la fraternidad – al apoyar las luchas de quienes, siendo ajenos a ellas, padecen una opresión similar – y, por otro, nuevas formas de protestas no violentas: manifestaciones pacíficas, la huelga de hambre, irrupción de oradores, el autoencadenamiento, etc. 
Amelia Varcarcel señala que el movimiento de las sufragistas se hizo presente en todas las sociedades industriales primero, como Inglaterra, y luego en otros países europeos como la Rusia revolucionaria, Irlanda y Polonia, entre otros. No obstante, en Inglaterra, se necesitaron ochenta años de lucha activa para acceder al voto. Con antecedentes de una primera petición al Parlamento en 1832, Emily Davies y Elizabeth Garret elevaron una nueva: Ladies Petition, presentada a la Cámara de los Comunes por John Stuart Mill y Henry Fawcett. El rechazo fue el pie para la organización; se creó la Sociedad Nacional pro Sufragio para la acción política. Tras décadas de peticiones y reclamos, interrupciones de discursos, huelgas de hambre, actos de rebeldía contra edificios públicos – uno de ellos se cobró la vida de Emily Davidson, en el hipódromo Epson, mientras intentaba hacerse oír, por el Rey, frenando un caballo – el 28 de mayo de 1917 se probó la ley de sufragio femenino que sólo era para las mayores de 30 años, aunque nuevamente, las mujeres debieron esperar para su aplicación para el resto de ellas, diez años en este caso. Pero el sufragismo de las inglesas no sólo se limitó al derecho al voto, por extensión, se abrieron las puertas a la demanda por la igualdad en un sentido amplio – también en el trabajo – y por la libertad en los espacios públicos. Para ello el surgimiento del anarquismo y el socialismo fue importante, aunque paradójicamente ambos no demostraron interés real hacia la condición de subordinación de las mujeres, salvo algunas excepciones. También se extendió la lucha de las mujeres negras, doblemente subyugadas – por género y raza – cuya cabeza fue Sojourner Truth, esclava liberada del Estado de Nueva York, que asistió a la Primera Convención Nacional de Derechos de la Mujer, en Worcester, en 1850. 
Pero de este período cabe destacar a un aliado importante del sufragismo, que fue Stuart Mill, diputado de la Cámara de los Comunes y esposo de una feminista: Harriet Taylor. La sujeción de la mujer, publicado en 1869, fue su obra cumbre para las mujeres no sólo de Inglaterra sino del resto de Europa. Si bien no hubo éxito en el orden legislativo, él y su esposa, contribuyeron a la filosofía y la teoría feminista considerablemente; también la hija de Harriet, Helen. Se hicieron oír también las obreras, las trabajadoras fabriles e industriales que se desenvolvían en pésimas condiciones y con salarios a la mitad en referencia a los varones. En transición del feminismo ilustrado y el feminismo de clase, Flora Tristán fue la destacada. Bajo influencia de las ideas de Saint Simon, desarrollo el feminismo socialista denunciando la situación de los colectivos sociales pobres en pleno desarrollo del capitalismo, y también la propia exclusión de las mujeres por parte de los obreros. Del feminismo de clase se destacó la marxista Alejandra Kallontai, y, del anarquismo, Emma Goldman. 

De las conquistas de las sufragistas a inicios del siglo XX, y expandida luego de la Primera Guerra Mundial, se pasó a un periodo de entre guerras caracterizado por la pasividad. Con la excepción de que, al final de la segunda ola, Simon de Beauvoir y su obra El Segundo Sexo, marcaron tendencia al feminismo posterior. Este clásico del feminismo se aleja de las luchas sufragistas y apuntó a la falta de reciprocidad en la relación hombre-mujer y desarrolló conceptos que luego serán categorías de estudio, en forma interdisciplinaria, para la tercera ola.
En definitiva, este segundo gran paso dentro del feminismo, significó un gran aporte para el movimiento. Durante ciento cincuenta años se sentaron bases fundamentales sobre los cuales continuar los reclamos y se generaron los instrumentos valiosos para las nuevas generaciones. Las hijas de esta segunda ola, muchas de ellas universitarias, con derechos políticos y civiles, al menos los más fundamentales, con ideales de emancipación más desplegados entendieron que su lucha tenía más impulso con la reacción del sistema. Y, desde ahí, alzarían más firmemente sus banderas. 

Pero, primero, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el fascismo desplegado en Europa, redujo también la presencia del movimiento feminista, aún con algunas manifestaciones masivas. El discurso del nazismo sobre las mujeres, las tres K – traducido: niños, iglesias, cocina – se impuso en la sociedad alemana y se extendió rápidamente al mundo. 
En los tiempos de la posguerra, precisamente en la década del ’50, se vivieron años de gran prosperidad y desarrollo industrial para Estados Unidos, en gran vencedor de la guerra. Producía por todos aquellos países destruidos en los conflictos bélicos, y fue consolidándose como contra-potencia frente a la URSS. La gran recaudación monetaria se ligó a la vuelta de la sociedad de consumo, que hacía acordar a la de los locos años ‘20. El Estado de Bienestar que ya había empezado a construirse luego de la crisis del ’30, se afianzó a base del consumo en alza y del progreso económico. Pero para revitalizar esa economía, se debió echar a las mujeres de sus trabajos. Eran los hombres que volvían de la guerra, los encargados de ocuparlos. También, el gran desarrollo de los medios de comunicación, la publicidad y la tecnología importaron tanto a nivel cultural como social una nueva posición de la mujer en la sociedad.

Durante los años dorados, a los soldados que participaron en las sangrientas batallas, había que recibirlos y distinguirlos con mujeres pendientes, cuidadosas, en casas grandes, lujosas y dispuestas a procrear para así formar una familia dichosa. Además la sociedad consumista necesitaba de este prototipo de mujer, perfectas amas de casa, para que adquirieran sus bienes. Reinaba una domesticidad obligatoria. Estas condiciones para muchas mujeres de los años 50 fueron las causas de su malestar. La infelicidad y la frustración implicaron a las mujeres residenciales, de sectores medios y altos. Betty Friedan fue una de ellas y en La Mística de la Feminidad, expuso tal situación denunciando aquel nuevo rol de las mujeres en la sociedad desde un nuevo paradigma: entendió que el problema era político. En este sentido, dio cuenta de que este nuevo orden de opresión y domesticación de la mujer se trató de una reacción del sistema patriarcal frente a los avances del movimiento feminista a principios de siglo. La mujer, en vez de ser pública y profesional, debía ser madre y esposa, privada y ama de casa. Esta obra inspiró a muchas mujeres, y fue un puntapié para la creación de la Organización Nacional para las Mujeres y para reactivar la lucha por la liberación de las mismas en 1966.

Los años ’60 estuvieron fueron intensos en cuanto a la actividad política y marcado por un cambio de conciencia en la sociedad, una conciencia crítica de los establecido, de coexistencia pacífica, liberación sexual, y comunitarismo. El asesinato de Kennedy, las protestas universitarias por la guerra de Vietnam, el Mayo Francés y la Primavera de Praga son algunos ejemplos que dieron cuenta de ello. A estos tiempos, también asistió un feminismo renovado, con Helen G. Brown como editora de Cosmopólitan y autora de Sexo y la chica soltera. En contra de los mandatos sociales imperantes que subordinaban una vez más a la mujer, lucharon en base a la idea de igualdad: reclamaban por una sociedad igualitaria entre hombres y mujeres. De la crítica en La Mística de la Feminidad nació el feminismo liberal, quienes definieron a la situación de la mujer como la negación de su libertad, a partir de la desigualdad. Se constituyeron en movimiento político en contexto del resurgir de los movimientos sociales de lucha. Una Nueva Izquierda captó estas ideas, aunque, tenía graves contradicciones. Nuevamente se invisibilizaba a las mujeres, quienes no protagonizaban el debate público, y se la excluía de los procesos decisionales. Incluso el discurso de los hombres seguía reproduciendo la desigualdad de sexos, la opresión sólo se analizaba como una cuestión de clase. Es por ello, que el feminismo tomó la decisión de constituirse como organización autónoma, y así nació el Movimiento de la Liberación de la Mujer que respondió a un nuevo feminismo: el feminismo radical. Éste fue el gran protagonista del siglo XX, revolucionó la teoría y la práctica feminista. 
En el sentido marxista de la palabra radical, intentaban cambiar las cosas de raíz, es decir, no sólo en lo público sino también en lo privado. Definió conceptos básicos para comprender y atender a la opresión de las mujeres: el patriarcado, el género y la casta sexual. Consideraban que <lo personal es político> y puso en centro de discusión las relaciones entre el hombre y la mujer, de absoluta desigualdad y asimetría, y objetó, en consonancia con la época, por la libertad sexual de las mujeres. Este proceso fue “decisivo para el camino de la liberación, independencia y autonomía personal y, por tanto, colectiva”. Rápidamente, el feminismo radical se propagó por todo el mundo. 

Fue en su expansión donde se dio la diversificación, a mediados de la década del ‘70. De los preceptos del feminismo radical conllevaron la aparición de un feminismo cultural – de aplicación y descripción distinta de acuerdo a cada sociedad – y, luego, el de la diferencia, que entendió transformó el enfoque de la cuestión: la liberación de la mujer no iba a darse por la igualdad, sino a partir de la diferencia con el sexo opuesto.
Desanclaron, además, al hombre como patrón de reclamos de derechos y libertades. Surgieron también otros feminismos: el feminismo lesbiano, el de las negras, el institucional, el ecofeminismo y el ciberfeminismo. Todos nacieron de la complejidad social, aunque siempre ligados a lucha por los derechos de las mujeres, contra la subordinación y subyugación de las mismas frente al sistema patriarcal. 
En síntesis, la tercera ola del feminismo dio el gran salto, el necesario, para remover condiciones de raíz, de una vez por todas. Las relaciones y conductas sociales fueron objetadas por garantizar la subyugación y el sometimiento de la mujer. Y esto no prescinde del componente político, claro está. Lo personal es político sostuvieron, al mismo tiempo que identificaban al sistema opresor: el patriarcado. Fue gracias a esta tercera ola donde se desmontaron las falacias viriles , y se abrió el debate a temas más que impertinentes para los detractores, cuyos tópicos aún tienen vigencia: la sexualidad femenina, el aborto, los derechos reproductivos, la violencia contra la mujer, el embarazo y la maternidad, la construcción y diversificación del género, entre otros. A esto se sumó el cuestionamiento a los medios de comunicación, su denostadora representación sobre la mujer, la utilización del lenguaje y el discurso hegemónico. Asimismo representó una objeción a las ciencias, sociales, humanas y naturales, que ya no pueden universalizar la unilateralidad de lo masculino. 

Es a partir de la interminable historia de la lucha de las mujeres donde asoman las claves de una dialéctica sistémica: la retroalimentación entre el patriarcado y los sistemas políticos. En este sentido, la estructura social de los diversos sistemas políticos, desde los más autoritarios y conservadores hasta las democracias más avanzadas y liberales, tiene como punto de partida y de llegada el patriarcado, un concepto de antaño que refiere a la institucionalización del dominio y la autoridad absoluta del hombre sobre la mujer (y los niños) primero en el ámbito privado y luego en el espacio público. Todas las instituciones de la sociedad están signadas por esta relación asimétrica y de poder, fuente de subsistencia de los sistemas políticos, que se manifiestan en permanente contradicción. Ha quedado evidenciado en la historia, que a cada conquista por los derechos y libertades de la mujer, le ha seguido una reacción sistémica en su contra. Es por ello que, y no planteado como un imposible sino como un desafío, mientras que en los sistemas políticos no se reconozca dicha relación asimétrica de poder y no se lleven a cabo medidas y acciones concretas que revolucionen la estructura sobre la que se asientan, la lucha de las mujeres será verdaderamente inagotable y sólo quedará lugar para las políticas de discriminación positiva. 
Podría decirse mucho más, ahondar sobre protagonistas que hicieron posible la reivindicación de la mujer, en cada momento histórico, por ejemplo. Podría contarse también los padecimientos que les hicieron sentir sus verdugos, que van desde la persecución hasta la guillotina, pasando por la tortura y la difamación. La sangre derramada es mucha, pero la reincidencia de la lucha fue más. La reacción del sistema, la de los actores sociales – hombres y mujeres – que con su discurso y conducta tienden a preservar el status quo, se hizo presente siempre, y nuestros días no son la excepción. En cada momento histórico, se levantaron en nombre de Dios a veces, o de la naturaleza humana, paradójicamente, en otras. Y aunque hoy parece una verdad evidente y absoluta, en tiempos pretéritos por mandato natural y por voluntad divina, la mujer no debía, por ejemplo, votar. En nuestros tiempos, el feminismo sigue siendo un impertinente, basta con nombrarlo para generar comentarios adversos. La difamación uno de los instrumentos más utilizados para el desprestigio y, peor aún, para no enfrentar el debate de fondo. ¿No estaremos repitiendo la historia al criminalizar el movimiento feminista?

Siendo apenas una presentación, este breve recorrido del feminismo, pretende ser un pequeño aporte a la comprensión del movimiento más impertinente desarrollado en nuestras sociedades; un aporte al entendimiento y conocimiento – aunque, por supuesto, la literatura feminista ofrece un estudio más amplio – de la lucha de las mujeres por sus derechos y libertades, quizás los más postergados y resistidos a lo largo de todos los tiempos. Es la historia la que nos permite no perder la memoria, repensar que cada acción que cometemos no hace más que reproducir las relaciones de subyugación y sometimiento de las mujeres, de todas, y que obliga a demostrar capacidad y suficiencia para ser tenidas en cuenta. El mismo orden que ha superdotado al hombre de cualidades y exigencias, los cuales muchas veces están cansados de fingir. Antes de locas, putas y asesinas debiera decirse solidarias, humanistas y de incasable espíritu de lucha.


Maria Victoria Godoy
Estudiante de Ciencias Políticas de la UNSJ


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